Françoise Sagan sitúa ante la muerte a un hombre de unos cuarenta años, Matthieu Cazavel, sin más señas destacables que las de estar casado con una mujer que le aburre, tener una amante por quien siente un afecto que la distingue de las demás y llevar una vida más bien fácil y superficial, o sea, un hombre cualquiera. Su médico acaba de comunicarle que tiene un cáncer de pulmón y que le quedan pocos meses de vida. El desconcierto, la indignación, los recuerdos vanos, las inquietudes abandonadas, los amores olvidados, esa existencia sin relieve, empiezan a apoderarse en tropel de los pensamientos y los actos de este arquitecto aún jóven, pero ya sentenciado a muerte, dividido entre la frágil voluntad de enfrentarse a ella con dignidad y la tentación de dejarse mimar como un niño desvalido. Sagan sondea en el alma anodina de este ser anónimo, que sólo puede vivir su muerte de la misma manera que ha vivido su vida : con entrañable y patética torpeza, como lo haría cualquiera.